jueves, 28 de diciembre de 2017

Un pequeño Oasis

   Miró el termómetro comprobando que la temperatura no subía. Ese año, su intento de evitar las reuniones familiares por enfermedad, estaba fracasando. Buscaría un viaje barato y saldría de la ciudad.
  Una hora más tarde, subía al tren mientras aguantaba por teléfono la bronca de su madre sobre la importancia de la unión familiar.
  Su vagón, uno de los últimos del talgo, iba lleno de maletas, bolsas de viaje y gente bromeando sobre los caros regalos que iba a recibir. Buscó su asiento y comprobó con satisfacción que estaba junto a la ventanilla. Sólo tendría que “aguantar” a un pasajero, pues los otros le daban la espalda. A su lado se sentó un hombre de unos sesenta años, bajito y con barba blanca; sus botas de montaña desgastadas no combinaban con un grueso jersey de lana azul sobre una camisa de cuadros de leñador.
- Feliz Navidad - dijo sonriente.Por esa buena educación recibida, de la que hacía gala
nuestra protagonista en todo momento, le regaló una sonrisa mientras metía su nariz en un libro.
- Es una época preciosa, todos se vuelven más generosos, se unen las familias, se
practica el perdón, hay alegría en los rostros de la gente.
  Su acompañante quería conversación y ella quería leer; lo miró de reojo y decidió que lo mejor era zanjar el asunto cuanto antes.
- Mire, yo respeto que usted crea en Dios, en papa Noel o en el “burrito sabanero”, pero
no me cuente lo del espíritu navideño. La gente compra percebes a doscientos euros, presume de ello y, sólo dan limosnas a la salida del mercado si es su criada la que va a comprar. En esta época sigue habiendo violaciones, desahucios, corruptos y hambre. El      “espíritu navideño” sirve para que la gente gaste lo que tiene y lo que no tiene; se emborrache y practique esa hipocresía de tener que aguantar, con buena cara eso sí, como determinados miembros de tu familia se ríen de tus ideas y te insultan. Pero lo hacen sin maldad, por supuesto. Es el alcohol y su “analfaburrismo” del que no quieren salir. Si desea que sea educada, guarde silencio.
El hombre la miró sorprendido. Ella metió de nuevo la cabeza en su libro y el hombre cerró los ojos.
    Cuatro horas más tarde llegaban a destino. Su acompañante le tendió la mano y le dió un papel.
- Hay diferentes modos de celebrar la Navidad, yo pongo mi granito de arena aún
sabiendo que el desierto es inmenso y que no tiene murallas.
Ella cogió el papel y bajó del tren apresurada. Tomó un taxi para llegar al hotel. Dejó la pequeña maleta sobre la cama de su habitación y huyó al Museo del Prado. Visitaría  todos los museos de la ciudad hasta que éstos cerrasen sus puertas. Entonces, volvería al hotel a comerse un bocata de atún con mahonesa.
  Sacó los guantes del bolsillo de su abrigo y el papel que le diera aquel anciano del tren cayó al suelo. Miró lo que había escrito: una dirección escrita a läpiz con caligrafía gótica. Era la misma calle donde se encontraba. Su curiosidad pudo más que su pasotismo y buscó el número 36. Una casa bajita, antigua, propia de los sueños de Cervantes llevaba ese número.     La puerta estaba abierta y dentro se amontonaba la gente con abrigos raídos. Al fondo de lo que parecía el salón, estaba su acompañante.
- Me alegra que haya venido- le dijo sonriente.
- ¿Esto es lo que hace? ¿ les dan de comer un día y lavan su conciencia para el resto del año?
  - No. Les damos ilusión para el resto del año. Aquí hay abogados, empresarios,
médicos, profesores… todos traen comida, medicinas y toman nota de la gente con dificultades. Después les dan trabajo, los llevan a sus hospitales o los defienden en los juzgados si es necesario. Ninguno de ellos sale en prensa y no todos son cristianos. Reconozco que mi jefe no le cae bien a todo el mundo- mostró su blanco alzacuellos bajo la camisa de leñador- lo único importante es que todos colaboran con humildad y generosidad. Somos pequeños granos de arena, o dicho de un modo más exacto: Somos pequeños oasis en este inmenso desierto que es el mundo.
Una mujer apareció de la nada y se echó al cuello del cura.
 - Padre, hemos recuperado nuestra casa. He encontrado trabajo y sé que todo se lo
 debo a usted.
 - No, yo sólo abrí la puerta y tú entraste. Ahora recuerda que lo que das vuelve a ti multiplicado. Dar y recibir. Amar y ser amado. No hay otra ley por encima de eso. No tenemos una varita mágica para cambiar todo lo injusto que hay en el mundo, pero si cada uno es generoso consigo mismo y con los que tiene más cerca, el mundo ya no será un desierto. ¡Será un inmenso oasis!

  Con lágrimas en los ojos y con el corazón lleno de eso que llaman “espíritu navideño”,  nuestra protagonista, empezó a servir comida en los platos, a tomar nota de nombres y problemas. El próximo año, ganaría menos dinero en los tribunales, pero estaría haciendo algo por los demás, no sólo quejándose en la cafetería de la esquina o despotricando contra los políticos frente al espejo del baño. El mundo quizá siguiera siendo injusto e hipócrita, incluso puede que su familia continuase llena de “analfaburros”, pero ella tendría un oasis, abierto todos los días del año.
Su teléfono sonó.
  - ¡Feliz Navidad mamá!.

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